lunes, 14 de enero de 2008

El último trabajo.



Barquero, el día en que esté esperándote en el puerto para contratar contigo el viaje, voy a pedirte que me concedas una hora, una hora nada más. Quiero una hora para ir hasta el Teatro Emperador, y detenerme un momento delante de la puerta, a la distancia suficiente para ver el anuncio. No importa que en ese momento no esté montado el panel, yo siempre veré a John Wayne y James Stewart… o quizás a Elizabeth Taylor y Richard Burton, eso depende del día que uno tenga. 







Quiero una hora para entrar en el Teatro mismo, pues entonces ya no tendré problemas de puertas. Entraré a través de los cristales y de las cortinas rojas, como la mujer de Max de Winter entraba en Manderley en sus sueños, a través de la reja del jardín.. Vagaré por el vestíbulo, y echaré un vistazo a los anuncios de las tiendas que hay en las vitrinas, sin poner ningún interés, por supuesto, igual que hace años. Quiero una hora para hacer todo eso, y pasear por los corredores de la planta baja, disfrutando del desnivel que tienen al llegar al final. Volveré al vestíbulo y subiré la escalera, dudando, como siempre si tomar por un lado u otro. Pero, al final, siempre acabo subiendo por la de la derecha, porque, como no hacer una paradita en el ambigú, hoy que no hay colas. 







Antes de entrar a la zona de Principal, se impone remolonear un poco por el espacio entre las dos escaleras, un rincón por el que siempre sentí debilidad. Allí hay una pequeña entrada que supongo que conduce a la cabina de proyección, pero ese es un santuario que nunca he hollado, y no voy a hacerlo ahora.
Mejor entraré al Principal, y echaré un vistazo al patio de butacas desde arriba, que es un placer. Podía entrar en algunos de los pequeños palcos de esta planta, pero mi hora se vá cumpliendo, y faltan cosas por ver. Así que bajaré de nuevo las escaleras, entraré al patio de butacas, pasando al lado de ese guardarropa minúsculo, y me sentaré en la fila doce para poder estirar las piernas sin que nadie me moleste. 







Volveré a levantar la vista hacia la enorme araña, pensando lo que siempre piensa todo el mundo, que el día que se suelte la vamos a tener. Cuando me canse, (y es fácil cansarse en esas butacas, madre mía, que empecinamiento en conservarlas), siempre sin entretenerse, ya sé que no tengo mucho tiempo, sólo una hora para todo, bajaré por el pasillo central hasta el escenario. Pasaré a los bastidores, y buscaré la manera de bajar aquel telón que tenia pintado un anuncio, ya no me acuerdo de qué tienda de muebles, en el que estaba pintada una celosía, toda dividida en cuadraditos. 






Un amigo mío, que quizás esté por allí, porque ya fue a pasear contigo una vez, puto Barquero, consiguió entrar una vez al Sancta Sanctorum donde Velasco pintaba, y vio ese telón a medio hacer. Siempre que íbamos al cine al Emperador me daba la brasa con lo mismo. “No sabes como es de cerca esa celosía, parece real, que finura de dibujo”. Siempre me decías lo mismo, pesado. Bueno, todos nos repetimos de vez en cuando.







Ya que estamos en el escenario, saldré a la calle de La Puerta de La Reina por la salida de artistas, y seguiré aprovechando lo poco que ya me queda de mi hora. Daré la vuelta a la esquina de Independencia, y me acercaré a la puerta del anfiteatro. Bueno, confieso que había escrito ya “el gallinero”, pero al verlo negro sobre blanco me pareció un poco tosco. Subiré aquella escalerona, que siempre se me hacia larga, y entraré a ese semicírculo de butacas que es el punto mas alto del teatro. No puede faltar la visita a los esquinazos de los extremos, pomposamente llamados “palcos de anfiteatro”. En el de la derecha tuve el honor de ver Ben-Hur, y acabé con un dolor de cuello importante. Por la edad, ya puede andar por aquí, en esta fiesta de espectros, el acomodador aquel que se cogía unos cabreos de miedo con todas las gamberradas que hacíamos en el dichoso gallinero.




Y, yá, poco más dá de sí esta hora que me has concedido. He obtenido la satisfacción de ser el fantasma del Emperador. Sólo espero que alguien me haya visto u oído, para que conste. Porque, ser el fantasma y que nadie lo sepa, es como acostarse con Ava Gardner y no contarlo. Para que todo hubiera salido redondo, tendría que haber estado alguien limpiando el teatro, o efectuando alguna labor de mantenimiento… Imagino los comentarios: “Te lo juro, lo ví con mis propios ojos”.
Todo se acaba alguna vez. Saldré de nuevo a la calle, y buscaré de nuevo la orilla en la que me esperas. No es trabajoso encontrarla, siempre está ahí ese puertecillo cuando llega la hora de embarcar. Pero, no pongas cara de hastío, ya se que esperas que te haga la pregunta que te hacen todos, esa pregunta tonta, “Barquero, ¿cómo es la otra orilla?”. Yo ya sé que la otra orilla es igual que esta, sobre todo desde que ví “Don Juan en Los Infiernos”, de Gonzalo Suarez. Así que calla y rema, si quieres, Parco cabrón, y tengamos la fiesta en paz.