miércoles, 23 de enero de 2008

El Clandestino.- Relato.







     Ya se lo había parecido antes, pero ahora estaba seguro. La noche iba a ser perfecta para dar una vuelta. Arturo se quedó quieto un instante, en medio de la acera, y miró arriba y abajo de la calle vacía, mientras apuraba el cigarrillo. La urbanización estaba en calma. Los chalets se veían tranquilos, sólo una luz en alguna ventana delataba la presencia de algún vecino insomne, o de algún trasnochador. Afinó el oído, y le pareció oír un ligero gruñido. Bah, algún perro callejero, pensó. Nada que pudiera apartarle de sus planes. Así que dio la última calada y aplastó la colilla en el suelo. Giró hacia la puerta de la cochera y aproximó la llave, que ya tenía en la mano, a la cerradura del portón.
     En ese momento notó la palmada en el hombro, al mismo tiempo que oía un grito, acompañado de un ladrido. El susto fue mayúsculo. Se volvió, horrorizado, y se dio de frente con el rostro de su vecino. En un segundo, sin llegar a tranquilizarse, se dio cuenta de que el sobresalto había sido exagerado. Tan solo era aquel pelmazo, el rey de la inoportunidad, tan aficionado a los sustos y a las bromas fuera de lugar. El perro, más simpático que su amo, ladró un par de veces más, y movió el rabo alegremente.
     - ¡Te pillé, cabronazo! Qué, ¿echando un cigarrito a escondidas, eh, vicioso?
     - ¡Cago en tu tía, Manolo! ¿Tu te crees que está bien asustar a la gente de esta manera? Y además, ¿dónde coños te habías escondido?
     El vecino miró a ambos lados de la calle, como había hecho él mismo un minuto antes, y puso cara de complicidad.
     - Calla, tonto, que yo también echo alguno cuando puedo, sobre todo este rato que empleo, oficialmente, en sacar al perro.
     Y con aire de complicidad enseñó el contenido del bolsillo de su pantalón, y Arturo pudo vislumbrar en su fondo un paquete que podía ser de cigarrillos, porque ya era imposible saberlo con seguridad, desde que el tabaco era un producto clandestino, que se vendía sin marca.
     - Y para que lo sepas, estaba escondido detrás del seto de tu propio jardín.
     El vecino pareció darse por satisfecho. Ya había gastado su broma pesada del día.
     - Venga, campeón, te dejo, que éste (señalando al perro), ya ha hecho sus cosas. Además, veo que bajas a la cochera a coger algo, y no te quiero interrumpir.
     Arturo se calló lo que pensaba, pero disimuló, y contestó con falsa amabilidad.
     - Venga, majo, otro día nos vemos con más calma.
     Se saludaron , y Arturo se iba a volver de nuevo hacia la puerta de la cochera, cuando el vecino requirió otra vez su atención, señalando al cielo. En silencio, como siempre, se vio brillar, a unos cuarenta metros de altura, el piloto intermitente de una scooter iónica de la policía nocturna.
     - Ahí están esos cabrones. Andarán buscando algo.
     Arturo se encogió de hombros, haciéndose el tonto.
     - A lo mejor….
     Y se dio la vuelta, una vez más, hacia la puerta de la cochera. Abrió la cerradura, levantó el portón, y se detuvo de nuevo, tomando todas las precauciones. Al mirar hacia fuera, vio al vecino llegando ya al final de la calle, a punto de doblar la esquina. En el cielo, la scooter iónica de la policía se alejaba, ya casi fuera de la urbanización. En un plano más bajo que el que utilizaban normalmente la policía y los servicios de urgencia, sobre los treinta metros de altura, el coche de algún muchachito juerguista pasó con la radio muy alta.
     Había llegado el momento. Arturo se dirigió hacia el fondo del garaje, sin mirar siquiera a su propio coche iónico, que descansaba sobre su balsa de goma. En la pared del fondo, había un botellero de unos dos metros de alto, con unas pocas botellas polvorientas. Arturo se detuvo ante él, y estirando el brazo, asió el mueble por un lado, tirando con fuerza.
     El botellero giró como una puerta, gracias a las bisagras que le sujetaban a la pared. Detrás, apareció un hueco, suficiente para dejar paso a una persona. Arturo entró y cerró con cuidado, ajustando de nuevo todo el conjunto en su sitio. Después, tanteó en la oscuridad buscando el interruptor, y cuando consiguió encender la luz, se dio la vuelta.
     Allí estaba la niña de sus ojos. En el pequeño garaje secreto, el SEAT 124 Sport Coupé 1.600, primera serie, de 1.971, descansaba como una fiera dormida. Estaba algo polvoriento, pero el miedo a ser visto por la policía, o por algún vecino chivato, obligaba a no exponerse lavando el coche en el exterior. Se acercó a la parte trasera y comprobó que el silencioso especial estaba en su sitio. Aquel cacharro, de fabricación casera, era horroroso, estropeaba toda la estética de la zaga, pero era imposible tener un coche de combustible clandestino, a base de petróleo, sin el supersilencioso. Desde que lo inventó un conductor fuera de la ley, se vendía en el mercado negro a precios más altos que la droga más dura. Cuando terminó la somera inspección visual que hacia siempre antes de una salida, Arturo se dirigió a la parte delantera y se sentó al volante. Puso el contacto y echó un vistazo al indicador del combustible. Un poco menos de un cuarto, suficiente para unos cuantos paseos nocturnos. Cada vez estaba más difícil encontrar gasolina. Por supuesto, importante tratar solo con gente de confianza. La cita para comprar el sagrado líquido podía convertirse en una trampa de la policía, o podías ser víctima de un atraco. Después, sacó la mano por la ventanilla del coche, encendió el ordenador portátil que había fijado a la pared del garaje y accionó el programa de video-vigilancia.
     Las cámaras exteriores le mostraron una calle totalmente despejada. Ahora o nunca, pensó. Comprobó que la palanca del suelo que desviaba los gases al supersilencioso estaba en la posición correcta y puso el motor en marcha.
     Apenas se oyó nada. La salida del escape estaba conectada a una manguera que comunicaba con la chimenea de la casa. Así se podía calentar el motor sin riesgo de morir asfixiado por los gases. Arturo encendió otro cigarrillo y esperó a que la temperatura del motor subiera un poco, sin descuidar para nada las cámaras de video-vigilancia. Cuando creyó llegado el momento, apagó el cigarrillo, abrió la guantera y sacó un mando a distancia. Al accionarlo, la pared situada detrás del coche empezó a levantarse, y el aire fresco de la noche entró en el garaje. Mientras tanto, Arturo salió del coche y desconectó la manguera del escape. Después, echó un último vistazo a la calle, a un lado y a otro, y se sentó al volante. Puso la marcha atrás y en seguida se encontró en medio de la calle. Recorrió toda la avenida despacio, procurando no perder tiempo, pero también evitando subir mucho de vueltas, cosa que tampoco era muy fácil con aquel silencioso brutal ahogando el motor. Ese minuto escaso que tardaba en recorrer la calle, atravesar el descampado y llegar a la arboleda se le hacia eterno, y el corazón se le salía del pecho. Le parecía que sus latidos se oían más fuerte que la succión de los dos Weber verticales.
     Pero, como todo llega, por fin entró en el bosquecillo, y, con impaciencia, echó la mano hacia atrás y cambió de posición la palanca del silencioso. Se empezó a oír un gruñido, bronco pero suave, y Arturo aceleró a fondo. Los ciento diez caballos del motor lanzaron el coche hacia delante por la estrecha carretera asfaltada, rugiendo como lobos entre los árboles.


     Florencio, el policía, miró el reloj del GPS de su scooter iónica, a cuarenta metros sobre el suelo. Solo tres minutos para el cambio de turno. Estaba deseando irse a casa. Solo faltaba que en ese momento ocurriera cualquier cosa que estropease la salida del trabajo. Y pasó.
     - K12, aquí K21. ¿Me copias?
     Florencio renegó en su interior, pero contestó con normalidad a su compañero, que estaba aproximadamente a dos quilómetros de él.
     - Te oigo, K21. Dime.
     - Oye, Florencio, estoy oyendo algo que puede ser un motor de gasolina. Suena cómo si estuviera por la urbanización donde tú vives.
     - Tendremos que ir a echar un vistazo.
     - Ve tú, Florencio, yo no me puedo mover de aquí hasta el cambio de turno. Estoy vigilando una casa sospechosa. Parece ser que e esa casa hay trapicheo de neumáticos.
     Florencio dio la vuelta y se dirigió a la urbanización, mientras contestaba al compañero.
     - O.K., K21, ahora te digo algo.


     Arturo estaba volviendo ya hacia la urbanización, y la trasera del 124 barría en cada curva haciéndole disfrutar con los contravolantes. Encaró el descampado, y disminuyó la velocidad. Cuando iba a echar la mano hacia atrás, para cambiar la posición del escape, vio el foco de la scooter. Flotaba a baja altura, a no más de veinte metros, y desde donde estaba le tenía que estar viendo perfectamente, y por supuesto, oyéndole. Pero, algo raro ocurría, el policía no parecía darse cuenta de su presencia. El foco se movía sin decisión, como vacilante. Arturo accionó la palanca, y el ruido del motor desapareció. El 124 se deslizó despacio hacia la calle central de la urbanización. Ya no era un pura-sangre rugiente, ahora solo era un cervatillo que no quería ser devorado. Arturo bajó la ventanilla y miró hacia atrás. La moto iónica seguía en el mismo sitio, con su piloto azul de policía y su foco sin rumbo. Accionó el mando a distancia para abrir la pared del garaje, y, en el último momento, comprobó la posición del policía.
     Ya ni siquiera se le veía. Con una mezcla entre terror, alivio y desconcierto, entró de frente en la cochera y bajó en seguida la pared automática.



     Florencio, el policía, apretó el mando de la radio.
     -  K21, ¿me oyes?
     - Te oigo, K12 ¿Qué hubo por ahí?
     - Sin novedad, podemos irnos a dormir. Eran unos troncos mal apilados en el bosquecillo. Se soltaron y cayeron por la ladera, metiendo algo de ruido.
     - Cojonudo, Florencio. Nos vamos a dormir. Ya veo por ahí a los del turno siguiente. Hasta mañana.
     - Hasta mañana, K21. Que descanses.
     Florencio esperó dos segundos y volvió a hablar.
     - Base, ¿me oyes? K12 deja el servicio.
     Se oyó en el auricular la voz de la chica del turno de noche.
     - Que descanse, K12. Además, veo por el GPS que está al lado de casa.
     Y así era. Volando muy raso, Florencio se acercó a la urbanización, buscando su casa en una calle no muy alejada de la de Arturo, cerca del borde del grupo de chalets.


     Arturo apagó el motor y salió corriendo del coche, dirigiéndose a la parte trasera. Abrió el maletero y sacó la recortada del 12 que tenia atada a un costado, con unos pulpos. Sin detenerse un instante, salíó a la calle y se escondió entre los setos de los jardines, procurando ver algo.
     Y lo vio. En ese mismo momento, Florencio se posaba suavemente con la scooter delante de su cochera, y entonces Arturo le reconoció. Era su vecino de dos calles más allá., claro. Sí, él ya sabía que su vecino era policía. Pero, ¿por qué no le había visto?. Comprobó que la recortada estaba cargada y se acercó sigilosamente a la casa de Florencio, como un ladrón. Cuando llegó, el portón ya estaba cerrado, pero había una pequeña puerta entreabierta. Arturo se fue acercando, fascinado por la curiosidad, y, a medida que lo hacia, notó que se oía una música muy alta. Afinó el oído, y reconoció la melodía. Era “Surfing U.S.A.”, de los Beach Boys.
     La curiosidad superaba ya al espíritu de supervivencia. Asomó la cabeza por la pequeña puerta lateral de la cochera y atisbó en el interior. La moto iónica de servicio estaba ya descansando sobre su colchón, así como un coche pequeño, también iónico, de los que circulan a no más de treinta metros del suelo. Este debía ser el vehículo particular de Florencio. Pero había otra cosa en el garaje más interesante.
     En una esquina se podía ver un frigorífico viejo, de dos cuerpos. No ajustaba bien a la pared, y detrás, entre la pared y el aparato, se veía una línea de luz muy delgada. Arturo se acordó inmediatamente de su botellero. Se acercó al frigorífico, tiró de él y ocurrió lo que esperaba.
     La cochera secreta era muy similar a la suya. La música del “Surfing U.S.A.” sonaba a toda pastilla. Salía de una radio de dos potenciómetros, con cassete. La radio estaba instalada en el salpicadero de un Ford Mustang Fast Back del 68, el mismo modelo que conducía Steve Mc Queen en “Bullit”. El asiento del conductor estaba vacío, pero en el del copiloto, echado completamente hacia atrás, estaba sentado Florencio, el policía K12, con los pies encima del salpicadero y las manos detrás de la nuca.
     Arturo se quedó boquiabierto, con la recortada en la mano, mirando hacia el Mustang. Pero el policía no le vio. Florencio, transportado por la música de los Beach Boys, estaba soñando con la soleada California.






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lunes, 14 de enero de 2008

El último trabajo.



Barquero, el día en que esté esperándote en el puerto para contratar contigo el viaje, voy a pedirte que me concedas una hora, una hora nada más. Quiero una hora para ir hasta el Teatro Emperador, y detenerme un momento delante de la puerta, a la distancia suficiente para ver el anuncio. No importa que en ese momento no esté montado el panel, yo siempre veré a John Wayne y James Stewart… o quizás a Elizabeth Taylor y Richard Burton, eso depende del día que uno tenga. 







Quiero una hora para entrar en el Teatro mismo, pues entonces ya no tendré problemas de puertas. Entraré a través de los cristales y de las cortinas rojas, como la mujer de Max de Winter entraba en Manderley en sus sueños, a través de la reja del jardín.. Vagaré por el vestíbulo, y echaré un vistazo a los anuncios de las tiendas que hay en las vitrinas, sin poner ningún interés, por supuesto, igual que hace años. Quiero una hora para hacer todo eso, y pasear por los corredores de la planta baja, disfrutando del desnivel que tienen al llegar al final. Volveré al vestíbulo y subiré la escalera, dudando, como siempre si tomar por un lado u otro. Pero, al final, siempre acabo subiendo por la de la derecha, porque, como no hacer una paradita en el ambigú, hoy que no hay colas. 







Antes de entrar a la zona de Principal, se impone remolonear un poco por el espacio entre las dos escaleras, un rincón por el que siempre sentí debilidad. Allí hay una pequeña entrada que supongo que conduce a la cabina de proyección, pero ese es un santuario que nunca he hollado, y no voy a hacerlo ahora.
Mejor entraré al Principal, y echaré un vistazo al patio de butacas desde arriba, que es un placer. Podía entrar en algunos de los pequeños palcos de esta planta, pero mi hora se vá cumpliendo, y faltan cosas por ver. Así que bajaré de nuevo las escaleras, entraré al patio de butacas, pasando al lado de ese guardarropa minúsculo, y me sentaré en la fila doce para poder estirar las piernas sin que nadie me moleste. 







Volveré a levantar la vista hacia la enorme araña, pensando lo que siempre piensa todo el mundo, que el día que se suelte la vamos a tener. Cuando me canse, (y es fácil cansarse en esas butacas, madre mía, que empecinamiento en conservarlas), siempre sin entretenerse, ya sé que no tengo mucho tiempo, sólo una hora para todo, bajaré por el pasillo central hasta el escenario. Pasaré a los bastidores, y buscaré la manera de bajar aquel telón que tenia pintado un anuncio, ya no me acuerdo de qué tienda de muebles, en el que estaba pintada una celosía, toda dividida en cuadraditos. 






Un amigo mío, que quizás esté por allí, porque ya fue a pasear contigo una vez, puto Barquero, consiguió entrar una vez al Sancta Sanctorum donde Velasco pintaba, y vio ese telón a medio hacer. Siempre que íbamos al cine al Emperador me daba la brasa con lo mismo. “No sabes como es de cerca esa celosía, parece real, que finura de dibujo”. Siempre me decías lo mismo, pesado. Bueno, todos nos repetimos de vez en cuando.







Ya que estamos en el escenario, saldré a la calle de La Puerta de La Reina por la salida de artistas, y seguiré aprovechando lo poco que ya me queda de mi hora. Daré la vuelta a la esquina de Independencia, y me acercaré a la puerta del anfiteatro. Bueno, confieso que había escrito ya “el gallinero”, pero al verlo negro sobre blanco me pareció un poco tosco. Subiré aquella escalerona, que siempre se me hacia larga, y entraré a ese semicírculo de butacas que es el punto mas alto del teatro. No puede faltar la visita a los esquinazos de los extremos, pomposamente llamados “palcos de anfiteatro”. En el de la derecha tuve el honor de ver Ben-Hur, y acabé con un dolor de cuello importante. Por la edad, ya puede andar por aquí, en esta fiesta de espectros, el acomodador aquel que se cogía unos cabreos de miedo con todas las gamberradas que hacíamos en el dichoso gallinero.




Y, yá, poco más dá de sí esta hora que me has concedido. He obtenido la satisfacción de ser el fantasma del Emperador. Sólo espero que alguien me haya visto u oído, para que conste. Porque, ser el fantasma y que nadie lo sepa, es como acostarse con Ava Gardner y no contarlo. Para que todo hubiera salido redondo, tendría que haber estado alguien limpiando el teatro, o efectuando alguna labor de mantenimiento… Imagino los comentarios: “Te lo juro, lo ví con mis propios ojos”.
Todo se acaba alguna vez. Saldré de nuevo a la calle, y buscaré de nuevo la orilla en la que me esperas. No es trabajoso encontrarla, siempre está ahí ese puertecillo cuando llega la hora de embarcar. Pero, no pongas cara de hastío, ya se que esperas que te haga la pregunta que te hacen todos, esa pregunta tonta, “Barquero, ¿cómo es la otra orilla?”. Yo ya sé que la otra orilla es igual que esta, sobre todo desde que ví “Don Juan en Los Infiernos”, de Gonzalo Suarez. Así que calla y rema, si quieres, Parco cabrón, y tengamos la fiesta en paz.