jueves, 12 de julio de 2007

EL GALAN.- Cuento





Cuando oyó acercarse la moto, Azucena dejó de lavar. Con las manos apoyadas en la tabla ondulada, se quedó mirando al mozo que llegaba, agradeciendo aquel pretexto para hacer un alto en el trabajo.
Alfredo se detuvo frente a ella, y manipuló la pequeña palanca de cambio de la Guzzi situada en un costado del depósito de gasolina, para dejarla en punto muerto. Azucena se estiró, intentando mitigar el dolor de su espalda, cansada de la colada de varios días, y esperó a que él hablase.
El hombre se quedó un rato mirando la corriente viendo como el agua se llevaba la espuma de jabón. Cuando se decidió, hizo un gesto, señalando el pequeño asiento trasero.
- Venga, deja eso. Vamos a Villablino a que conozcas a mis padres.
Ella no esperaba que fuera tan directo.
- ¿Y los señores?- objetó.
- Te despides, y en paz. Que te paguen esos meses que te deben.






A media tarde, Azucena estaba frente a la casa de Alfredo. Al otro lado de la calle él esperaba a que sus padres le abrieran la puerta. Desde que pidió la cuenta a su señora, en Caboalles de Abajo, la muchacha tenía una contracción en el estómago que la asfixiaba.
- A ver si se va a reír de ti. Hay mucho caradura suelto- le había dicho Doña Elena.
Ella podía volar sola como cualquiera. ¿Por qué no?. Comprobó que la cartera estaba en su bolsillo, con las tres últimas mensualidades que le habían adeudado hasta esa misma mañana. Después, se aseguró de que la maleta de cartón estaba bien sujeta al costado de la moto. Mientras tanto, Alfredo se había acercado, casi sin que ella se hubiera dado cuenta.
- Se fueron a León, a la feria de San Andrés. Me lo ha dicho una vecina.
La sensación de inseguridad que estaba sintiendo Azucena se incrementó.
- ¿Y ahora que hacemos?. Yo me he despedido, no puedo volver.
- Tranquila, bajaremos hasta León. Ellos duermen siempre allí cuando van de ferias. Además, nosotros nos vamos a casar. ¿Verdad, tú?.
Azucena se tranquilizó un poco.
- Claro.








Pocos kilómetros después, la gasolina se acabó, y Alfredo adoptó un aire de víctima frente a las protestas de Azucena.
- ¿Qué querrás, mujer?. Gasté toda la paga en arreglar la moto para ir a buscarte a Caboalles. No me quedan ni dos reales.
Bajaron la cuesta con el motor parado, hasta el cruce donde estaba el surtidor. En un banco de piedra, adosado a la pared del bar, descansaban dos guardias civiles. Mientras uno de ellos leía el “Proa”, su compañero curioseaba la portada del periódico, donde podía verse al presidente americano Eisenhower, que visitaba España, abrazando a Franco.
Alfredo sonrió a Azucena.
- Si fuéramos a caballo, como estos, no necesitaríamos dinero para gasolina.
Ella le devolvió la sonrisa, y un hombre vestido con mono azul de mecánico ultimó la operación de llenar el depósito de la moto.
- Son cinco duros con cincuenta.
Alfredo se volvió hacia su novia con naturalidad.
- Anda, pásame la cartera.
Ella miró a los guardias, y al empleado, y se sintió atrapada. Le dio la cartera y confió en que la suerte no la dejara de lado.
Cuando la Guzzi continuó su viaje, uno de los guardias, que había estado contemplando la escena, se quedó mirando al empleado de la gasolinera, y después de unos segundos, comentó, con gesto intrigado.
- ¿Ese no era el chofer del autobús de Caboalles?.
El hombre del surtidor afirmó con un gesto de la cabeza, los brazos en jarras. El guardia que leía el “Proa” habló en tono sentencioso, sin apartar la vista del papel.
- Tendremos canción, ya lo veréis. Ya engañó a otra boba.










Alfredo y Azucena llegaron al Hotel Londres, a un paso del centro de León, ya caída la noche. En los carnets de identidad aún figuraba la letra “s” en el apartado de Estado Civil, pero Alfredo pidió con tanta convicción una habitación matrimonial, que el recepcionista les supuso recién casados, según contó después a la policía. Azucena no había comido desde aquella mañana, y la debilidad se mezcló con la aventura como una combinación embriagadora que no la dejó reaccionar.
Alfredo sacó la cartera de la chica, llena de billetes, y la paseó frente al recepcionista un par de veces. Les dieron un buen cuarto en la planta baja.
A las once de la noche, habían dado cuenta de una cena espléndida, sin salir de la habitación, y Alfredo se fumó un Ideales. Azucena, animada por la comida, empezó a
reaccionar. Cuando Alfredo vio el cambio de color en el rostro de la chica, se levantó y se puso la zamarra de cuero.
- Voy a comprar una novela del oeste en el quiosco de la esquina. Es una manía, tengo que leer algo antes de dormir.
Salió, y Azucena se sentó en el borde de la cama, sin saber que hacer en aquella situación tan nueva para ella. 







A las seis de la mañana, seguía sentada, esperando, sola, en el mismo sitio y en la misma posición, con las piernas entumecidas. Le costó un esfuerzo sobrehumano ponerse en pié de nuevo, pero cuando venció su anquilosamiento, consiguió rehacerse y guardó en la maleta de cartón sus pocas pertenencias. Abrió la ventana, y saltó a la calle Burgo Nuevo sin mucho esfuerzo, pero con vergüenza de que alguien la viera. Luego se fue hacia el final del Paseo de La Condesa, cerca de San Marcos, camino de la casa donde servia su amiga Ester. Siendo paisana, era lógico suponer que no se podría negar a echarle una mano.
Dos hombres pasaron por la esquina de Independencia, llevando cada uno de ellos una vara en la mano, camino de la feria de ganado. Uno de ellos vio salir a Azucena por la ventana.
- ¿Viste eso? –dijo.
Su compañero apretó el paso.
- Olvídate. Meterse en la vida del prójimo no es buena cosa.

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Publicado en la Revista Literaria "CAMPARREDONDA", nº 9, año 2.008.